Encuentros decembrinos
Una historia de un amor silente que tuvo miedo de florecer y que se desarrolló en epoca decembrina.
AMORRECUERDOSMIEDO
1/9/20187 min read


En aquellos días de diciembre, durante mi primer período vacacional universitario, una arboleda frondosa y una multitud alegre me recibieron en el que había sido mi entrañable lugar de educación media. Fue allí donde se forjó una parte importante de mi aprendizaje y donde viví momentos cálidos e inolvidables de aquella intensa adolescencia y temprano inicio de juventud. Una dulce ilusión me invadía al reencontrarme con tantos rostros conocidos, con amistades que fueron testigos de mis pasos por aquellos pasillos, salones y patios. En aquel maravilloso sitio, donde la educación era primordial pero nunca faltaron la amistad, las bromas, los juegos, las risas y los sueños sobre nuestro futuro, me encontré con la profunda mirada de una gitana de piel de nácar, ojos azabache y cabellera rojiza como el jaspe, que embrujó instantáneamente mi corazón. A lo lejos era como una estrella refulgente en medio de un cielo de ébano, y no podía apartar mis ojos de ella. Fueron solo las risas burlonas de mis amigos al ver mi expresión las que me sacaron de aquel estado de fascinación, y lo primero que atiné a decir fue:


– ¿Quién es ella?
– Ella es nueva en el colegio – Uno de mis amigos respondió.
– Lo supongo, porque jamás la vi mientras estudié aquí – Agregué.
– Es que ella fue transferida este año – Me respondieron al unísono.
– ¿Alguno de ustedes la conoce? – Pregunté.
– Si, ella ve clases conmigo – Respondió otro de mis amigos.
– Ahhhh ya veo ¿será qué me la puedes presentar? – Pregunté nuevamente.
– Ummm puede ser – respondió él y luego todos se echaron a reír.
Con el pasar de los días, esperaba ansioso cada receso o el final de la jornada, con la ilusión de volver a verla. Y así sucedía: nuestros pasos y miradas se cruzaban continuamente, y con cada encuentro yo deliraba aún más ante la cadencia de su andar y la sinuosidad de su figura, que la convertía en una perfecta reencarnación de Cleopatra. Sentía mi sangre entrar en ebullición al compás de mi corazón, que retumbaba en mi pecho como un Djembe. Sin embargo, aquel fuego ardiente que me consumía por dentro no era suficiente para derretir el enorme muro de hielo que aprisionaba mis labios, creando un inmenso vacío de palabras entre ella y yo.
Por los misteriosos giros del destino, no fue mi amigo quien propició nuestro encuentro, sino una antigua compañera de estudios, quien sin saberlo se convirtió en el puente que permitió que ella y yo intercambiáramos palabras, sonrisas cómplices y sonrojos imposibles de disimular. A partir de ese momento, cada palabra suya, cada gesto, formaban parte de un hechizo sutil y poderoso que la señorita “D” parecía invocar para que mi razón se desvaneciera y yo me perdiera sin remedio en el enigmático laberinto de sus encantos.


Llegado el inicio de las vacaciones navideñas, se organizó un baile al que asistiríamos varios amigos, entre ellos ella y yo. En medio de la muchedumbre, la música vibrante y las conversaciones de los asistentes, mi timidez seguía imponiéndose y no me atrevía a pedirle que bailara conmigo, temiendo un rechazo que no sabría manejar. Me limitaba a observar, siendo testigo de cómo varios se le acercaban con intención de invitarla a bailar, y cómo ella, con amable cortesía, declinaba a cada uno repitiendo siempre la misma respuesta:
– Estoy esperando por alguien.
Al escuchar su respuesta por primera vez, sentí que algo se quebraba dentro de mí; pero al oírla repetirse varias veces, comencé a pensar: <<Me estoy haciendo falsas ilusiones… seguro está esperando a alguien más>>. Sin embargo, pasado un rato, reuní el valor suficiente y me dije: <<No tengo nada que perder. Si me dice que no, seré simplemente otro más en su lista de descartes… pero ¿y si dice que sí…?>>. Esperé unos cinco minutos después de que un amigo sufriera el más reciente de sus rechazos, me acerqué, extendí mi mano derecha y, con un vacío en el estómago y un nudo en la garganta, pronuncié:
– ¿Quieres bailar conmigo?
– Por supuesto, vamos – Ella respondió.
De allí en adelante simplemente me dediqué a disfrutar del roce de su piel, el calor de su cuerpo y el fuego en su mirada al ritmo del güiro, la tambora, el bongó y la tumbadora, porque el resto del baile fue solamente para mí. Y así seguí sucumbiendo en sus encantos y hundiéndome en aquel deseo febril de probar el néctar de sus labios.


En esa etapa de mi juventud aparentaba tener gran seguridad y solvencia en muchos aspectos, pero cuando se trataba del amor, me costaba dar pasos si no estaba seguro de que me llevarían al destino que anhelaba. Aquella encantadora señorita era fuego puro, y muchas veces a esta testaruda cabecita le resultaba difícil descifrarla. Eso hizo que pasara demasiado tiempo cortejando a la princesa de mis sueños, sin terminar de confiar en la buena fortuna que me acompañaba. Creo que esa indecisión, sumada a los comentarios maliciosos de terceros, provocó que nos alejáramos, y que lo único que quedara fuera el recuerdo fugaz de un bello sentimiento y una postal que mostraba la vista nocturna desde mi apartamento en la capital, donde entonces estudiaba.


Con el paso del tiempo volví a saber de ella, y para entonces sus encantos no solo permanecían, sino que habían crecido. Parecía una sirena de cabellera negra, perfectamente armonizada con sus ojos oscuros; ya con el cuerpo de una mujer, capaz de encender incluso el alma más apagada por el luto. Aquella vez, simplemente me detuve a observarla desde la distancia, a través del ventanal de su lugar de trabajo. No quise acercarme, pues mi razón me recordaba que cada uno había seguido su propio camino, y no valía la pena agitar las aguas tranquilas de ese estanque que el tiempo y la distancia habían logrado apaciguar.


Pero como el destino es caprichoso, poco antes de diciembre volvimos a encontrarnos por casualidad, en medio de una multitud durante un espectáculo. La sorpresa fue tan grande que me costaba creerlo, aunque el encuentro no pasó de un saludo, una expresión de alegría por vernos nuevamente y un adiós. Sin embargo, ese breve momento bastó para que, después de más de veinte años, nuestros caminos volvieran a cruzarse. Cada uno cargaba ya con su propia historia, con un recorrido distinto lleno de vivencias, dulces y amargas por igual. Aun así, no fue sino hasta diciembre cuando comenzamos realmente a tener una comunicación fluida. Los días fueron pasando, y a través de mensajes de texto, notas de voz y fotografías, empezamos a compartir nuestras rutinas, aquello que nos alegraba, lo que nos preocupaba, o simplemente las vivencias cotidianas. Esos breves intercambios eran como revivir aquellas miradas furtivas que alguna vez nos dimos, y poco a poco fueron lanzando hilos de vida hacia los recuerdos y sentimientos dormidos en el pasado. Lentamente, comenzamos a ocupar un espacio más grande en la mente del otro; la sensación de cercanía creció, y con ella, el deseo de volver a vernos cara a cara.


Finalmente logramos concretar un encuentro, al cual intenté asistir sin demasiadas expectativas. Sin embargo, fue imposible no sentir ese calor recorrerme por dentro al ver a esa maravillosa mujer que tenía ahora una cabellera dorada, acompañada por el brillo de su sonrisa, el carmesí de sus labios y el titilar de sus ojos, que lograban derretirme por completo. Más aún ahora, porque Lady D había incorporado un nuevo elemento a su hechizo: el aroma de su piel, una fragancia delicada que evocaba la esencia de una princesa. Los minutos transcurrían entre una conversación amena, que por momentos nos hacía perder la noción del tiempo. De vez en cuando, mi mirada se apartaba de la suya para recorrer, con disimulo, cada centímetro de su figura, pensando: <<Wow, qué silueta tan sensual>>, y más aún al ir descubriendo cada uno de los tatuajes que adornaban su piel. Por supuesto, el deseo que sentía por ella iba en aumento, pero jamás se lo manifesté de forma directa.


Después de aquel primer encuentro, siempre encontrábamos una excusa para vernos, aunque fuera por una hora: una visita a un centro comercial, una tienda por departamentos, un helado o simplemente un café. En cada ocasión, las risas, la picardía y la complicidad estaban presentes, junto a la confesión velada de un deseo oculto que, aunque nunca se expresó con palabras claras, flotaba entre nosotros con elocuente intensidad.
Por ahora, me dejo llevar por el placer de su compañía, aunque por dentro ardo con el deseo de encender su piel y ser consumido por esta pasión que lleva tanto tiempo habitando en mí. Sin embargo, solo el tiempo dirá qué camino tomaremos y qué vivencias quedarán grabadas en nuestra historia.

