Contemplando al infinito

Una breve historia de un amor fugaz que a su paso dejó enseñanzas y agradecimiento.

RECUERDOSAMORPASION

1/10/20166 min read

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Descubrí un brillo cautivador entre una multitud de figuras y rostros difuminados por el anonimato de sus diversos orígenes. Desde el primer instante, percibí una calidez especial en su mirada y en la luz que desprendía su sonrisa. La observé desde lejos, como a una estrella brillante en el manto azabache del inmenso firmamento. Cada destello de esa estrella iluminaba mi rostro y lo llenaba de alegría. Por entonces, intentaba alcanzar su luz con mis manos y aunque me esforzara por llegar, solo sentía el triste vacío del aire entre mis dedos.

Así son las vueltas de la vida: un día, el silencio monótono de la rutina se rompió con un sonido capaz de detener mi corazón por unos instantes. Sin comprender del todo lo que sucedía, sentí cómo poco a poco una voz comenzó a acompañar mis días, y cómo mis huellas dejaron de estar solas en esa nueva senda que sentía necesario explorar. En esa encrucijada, dudaba entre dejarme llevar libremente por mis pensamientos hasta alcanzar el origen de mis sueños y fantasías, o arrodillarme y aferrarme a la razón, para no ser arrastrado por la tormenta. Pero sin notarlo, esa voz dulce me fue envolviendo, cautivando, y relajando tanto que llegué a sentir que flotaba; en ocasiones, incluso, me parecía posible volar. Al principio lo hacía en secreto, luego dejó de importarme y empecé a hacerlo con naturalidad por las noches. Es asombroso experimentar la libertad de mover el cuerpo a voluntad: sentir la brisa en el rostro, rozar el agua con las manos, girar, ascender, descender… en fin, disfrutar del gozo de la ingravidez.

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Entre tantas idas y venidas, un día hallé un sendero secreto hacia lo más profundo de su ser. Al principio fue algo confuso, incluso desafiante, pero poco a poco logré ir descubriendo sus tesoros ocultos. El ritmo de su corazón guiaba mi búsqueda y su respiración agitada me señalaba la cercanía de su mayor secreto. En ese espacio, solo se percibía la danza de nuestros cuerpos en dulce sincronía, dejando fluir la pasión y la extraordinaria sensación de conocernos más allá de la piel. Finalmente, una sensación tan intensa nos hizo delirar, quedando nuevamente conectados en nuestras miradas, ahora iluminadas por un brillo de picardía y complicidad.

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El elixir del amor lo compartimos en incontables ocasiones, ya fuera depuésde una buena comida, una copa de vino, una melodía cautivadora o incluso tras una película inspiradora. Lo verdaderamente importante era lo que sentíamos en ese instante: el calor de nuestros cuerpos, la delicia de nuestros besos y el inicio del juego entre lo cóncavo y lo convexo. Siempre buscábamos innovar, con diferentes bailes, explorando nuevos sabores, recorriendo las diversas texturas de colinas, jardines y cascadas. Incluso llegamos a hablar de puertas blancas y corbatas rojas, todo con el propósito de cumplir sueños, fantasías y placeres compartidos.

Esa relación simplemente tenía tantos tintes de locura y era imposible de llevar a otros niveles, simplemente por la distancia entre el cielo y el suelo, simplemente porque su dueño era el infinito y la mía era la tierra. Pero eso no importaba porque nos habíamos prometido que este vínculo especial que existía entre nosotros se basaba sólo en beneficios y no en problemas ni preocupaciones. Lo más importante era esperar el momento exacto y perfecto para vernos y dejar fluir el cauce de nuestros ríos internos para que se unieran en uno solo.

Jamás imaginé que este final llegaría, pero el suelo que sostenía mi existencia comenzó a derretirse y, poco a poco, fui hundiéndome en las profundas y horribles pesadillas que habitaban mi interior. Mi mirada se extravió en la oscuridad interna, lejos del infinito donde antes titilaba mi estrella. Incluso sumido en ese mar de amargura y desesperación, mi dulce lucero no me abandonó, sacrificando parte de su luz para rescatarme, casi sin fuerzas, de aquel sofocante inframundo. Cuando por fin mis pulmones se libraron de tanta oscuridad, alcé de nuevo la vista y comprendí que nunca más volvería a volar, que mis pies permanecerían atados a la tierra y que el vasto universo había escondido la constelación que más anhelaba.

Ahora solo me conformo con recibir algunos destellos desde la lejanía de los años luz que nos separan. A veces, basta con cerrar los ojos y sentir cómo, a través de ese brillo, llegan los ecos de lo que fuimos y compartimos, llenando mi pecho de gratitud en lugar de nostalgia. Aunque nuestros caminos ya no se crucen y la vida nos haya colocado en constelaciones distintas, celebro el privilegio de haber coincidido y haber amado sin reservas. Sé que ella, mi estrella, encontró el final de cuentos de hadas con el que siempre soñó; eso llena mi alma de paz y ternura, porque incluso desde la distancia, su felicidad es mi mayor consuelo. Quizás nunca más volvamos a compartir un amanecer, pero cada vez que un destello cruza el firmamento, sonrío, agradecido por todo lo vivido y convencido de que algunas estrellas están destinadas a brillar lejos, para iluminar siempre nuestros corazones.

https://bit.ly/44QmqeE
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Sin embargo, aunque por instantes lograba experimentar esa libertad, nunca conseguía alcanzar la estrella que había contemplado durante tanto tiempo, y siempre debía regresar a la realidad de mis pies atados al suelo.

Un día, el destino, en una de sus insólitas jugadas, permitió que la voz dejara de ser solo voz, que las huellas dejaran de ser solo huellas, y pude volver a sentir esa calidez especial en su mirada. Mi estrella, por fin, había descendido; no solo me regaló su luz, sino también su aroma, un aroma que me evocó a fino cacao y delicadas rosas. Por esos días, mi mirada ya no vagaba perdida en el firmamento: ahora estaba enfocada, maravillada, simplemente extasiada al contemplar esa imagen tan sutil, tan encantadora, tan hermosa. Poco a poco, aquella ilusión empezó a hacerse realidad y a llenar de calor mis manos, mis brazos, todo mi ser; a impregnarme con su fragancia y a dejar un dulzor en mis labios, dulce como el néctar de la miel, con matices de vino y chocolate, que me embriagaban y me hacían olvidar mi existencia, aunque solo fuera por breves instantes.

Al principio, nos bastaba el refugio de nuestras miradas, la melodía de nuestras palabras, el deleite del festival de sabores de alguna comida, la sensación libre de la brisa marina en el rostro, la risa provocada por un artista callejero, o una danza espontánea y alegre al ritmo de la conga y el bongó. Luego, fue imposible resistir la tentación de saborear el dulce néctar de nuestros labios. Aquellos labios que adoré desde el primer momento y que me hacían delirar por su firmeza y, a la vez, su suavidad, como pequeños botones de seda. Poco a poco me fui perdiendo en el infinito de su mirar y en la aventura de explorar cada rincón de su piel, cada colina y valle, cada claro y cada sombra. Mis manos se deslizaban suavemente sobre mi musa, percibiendo cada roce como una sinfonía de texturas; a veces, me sentía como un escultor modelando a su propia Afrodita, a la estrella de sus desvelos, a la encarnación del deseo prohibido y, a la vez, de la ternura más pura. Mis manos parecían chocolate oscuro derritiéndose en leche tibia. El contraste de nuestras pieles, al ritmo de una melodía hipnotizante, nos permitía perdernos por horas, sin miedo a que la luz del amanecer nos sorprendiera.

Pero mi Venus de occidente no siempre podía quedarse a mi lado. Por largos periodos me dejaba suspirando, una vez más contemplando el infinito y anhelando volver a sentir su esencia, esa esencia que me recordaba aquellos días de vainilla de los que tanto me hablaba. De vez en cuando regresaba y, con cada regreso, mi amor por ella crecía aún más. Ya no era solo una ilusión, ni simplemente una fantasía. Cada vez que su aliento rozaba mi piel, mi corazón se desbocaba como un corcel indomable; sentía dentro de mí un calor especial que aumentaba hasta hacerme sentir como un volcán a punto de estallar.